martes, 24 de abril de 2012

El sabor de Colombia

“Aquí no tenemos prisa”, dice con gran orgullo el taxista que nos lleva del aeropuerto al hotel Agua, donde nos vamos a hospedar por cuatro días. Al asomarme por la ventana me doy cuenta de la verdad en sus palabras. Las caras de los cartagenos son alegres y relajadas. Nadie corre ni se estresa o agita. Aquí la paz reina. En el casco antiguo, uno se deleita perdiéndose entre sus pequeñas calles. Todo está a dos cuadras de todo lo demás. Paseas para encontrarte con una hermosa y antigua catedral que mira hacia una pintoresca plaza repleta de vendedores ambulantes y aromas que provienen de las cocinas de sus casas o restaurantes. Sigues caminando un poco más y te topas con la muralla, la cual puedes recorrer y tener una maravillosa vista del mar, con sus playas de arena obscura y, a lo lejos, los edificios de la parte moderna de Cartagena de Indias, que recuerdan a Miami. Tras admirar la espectacular puesta del sol, que vimos desde el Café del Mar de la muralla, nos dirigimos a cenar. Esperábamos con ansias probar más de la sabrosa comida de esta ciudad, que hasta ahora nos ha encantado. Bajo recomendación gozamos las exquisitas comidas de los restaurantes Vitrola, Don Juan y Vera. Los tres sobrepasaron nuestras expectativas y resultaron en una historia de amor entre nosotros y la comida colombiana. El hospedaje de un viaje es una parte esencial de la experiencia al igual que la gastronomía. El hotel Agua -recomendado por Fernando Botero, hijo del famoso artista-, calificado como el mejor de Cartagena, es un pequeño santuario de comodidad. Cada una de sus seis habitaciones es diferente y toda su decoración está conformada de antigüedades y obas de arte. Un cuadro original de Botero, adorado por los colombianos, cubre la pared derecha de mi cama. La mesa para el café ha vivido más años que mi abuelo y la simpática terraza da hacia el interior del hotel, donde se alzan dos altas palmeras rodeadas por un pequeño estanque. Aquí te encuentras con un servicio excelente y una refrescante alberca en el tercer piso, necesaria en esta época del año aunque siempre se logra escabullir una deliciosa brisa a todos los rincones de la ciudad. Empezando a extrañar de una vez a mi ahora amada Cartagena, nos subimos a un yate que nos llevará a la isla Barú donde, lamentablemente, pasaremos solo una noche. Atravesamos la bahía de Cartagena en 40 minutos y llegamos a nuestro destino, un hotel de tres habitaciones de los mismos dueños y maravillosos arquitectos del Agua. Un muelle de madera es la entrada. Manglares y corales multicolores le hacen eco a las aguas transparentes y tibias de la bahía. Hermosa decoración típica colombiana adorna el camino de arena hacia el pequeños lobby. De ahí son 150 escalones entre árboles y flores para llegar a la habitación. Un alojamiento de dos pisos con piscina propia y vibra buena. En canoas llegan nativos con sus perlas y sonrisas. Un encanto de lugar en donde el tiempo se detiene y los sentidos se alteran. “En Colombia uno se deja llevar”, dijo aquel taxista al principio del viaje. Cartagena es un dejarse fluir en un espacio sin tiempo, ahora entiendo el significado de sus palabras.

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