jueves, 11 de agosto de 2011

El Oriente Lejano

Se puede leer en libros, ver en películas, admirar en fotos o intentar de entender a través de la voz de alguien que lo ha vivido; pero las palabras nunca llegarán a explicar la realidad de la belleza y majestuosidad del Oriente lejano. No es solo un lugar bello y exótico, sino que también es mágico. Hay cierta vibra en el aire de ahí que sobrepasa la de Machu Pichu, es otro mundo por completo. Ir a los lugares que visité –Cambodia, Myanmar, Tailandia y Vietnam- es conocer otra forma de vida que uno no pensaba que existía ni en la fantasía. No solo tienen estos bellos países una cultura cien por ciento distinta a la nuestra, sino que entre cada uno hay grandes diferencias.
Vietnam:
El viaje comenzó con un vuelo de doce horas de París a Hanói, la capital de Vietnam. Lo primero que uno llega a ver desde la ventana empapada de lluvia son los campos de arroz; kilómetros y kilómetros de ese pasto verde y alto que parece estar casi sumergido en agua. El guía nos explica que aquí se piensa que las mujeres tienen más paciencia que los hombres, y por eso solo las ves a ellas trabajando en los plantíos, agachadas bajo el sol y con sus típicos gorros de paja triangulares.

Luego uno llega al centro de la ciudad donde se ven más motocicletas que autos. Los edificios son estrechos, bajos y casi en ruinas; la pobreza de un país comunista esta a plena vista y contrasta tanto con lo que acostumbramos a ver en el DF, que uno no sabe cómo reaccionar.

En el centro de Hanói se encuentra el rio Hoan Kiem, hinchado por las lluvias de los monzones. En el centro de este rio se llega a ver una pequeña isla que los ciudadanos han convertido en un templo Budista donde grandes cantidades de incienso se queman a diario, su humo dándole un toque de misticismo al aire.

Pasear por los bazares de Hanói –ya sea a pie o por rickshaw- es una experiencia de lo más extraña. Las calles son pequeñas y sucias, toda la gente come en la banqueta en pequeños banquitos, llenando el aire a olor de noodles recién hechos. Tiendas de madera de bamboo y ropa, motocicletas con dos o tres personas en ella y cables de electricidad al descubierto es todo lo que puedes ver, estas en un lugar desconocido y todas las calles te parecen iguales, no hablas el idioma y la gente no se ve muy amigable; una experiencia que sabes que no vas a volver a vivir.

Una de las cosas que más me sorprendió de este mercado es las pocas ganas que la gente tienen de vender su mercancía: ¡pareciera que no existes! Para que te den el precio de cierto objeto tienes que rogar. Fue algo increíble y nuevo; nunca se podrá borrar de mi memoria esos momentos.

Algo que también me creo una gran impresión eran las caras de las personas -y no hablo de sus ojos rasgados y pequeñas narices- sino de la expresión que estaba en todas; parecían rendidos, como personas que ya han aceptado su miseria. En India veías felicidad y esperanza en los ojos de sus habitantes, pero aquí parecía que la gente no veía otro remedio que estar conformes con lo poco que tienen.

Aun se me enchina la piel de pensar en lo mal que la vida de una persona debe de estar para que piense que no pueden estar peor y no intente levantarse. Vietnam me abrió los ojos al mundo en el cual vivimos y me hizo agradecer todo lo que tengo y he tenido; en especial la esperanza y motivación de llegar a una meta.

Me enamore de Hanói: ame su templo de La Literatura, su río y sus diferencias a lo que uno llamaría normal. En pocos lugares he aprendido tanto como ahí y por siempre me aferraré de mis recuerdos de este extraño lugar.